18 de mayo de 2018

Un pastel de chocolate negro.


Hace tiempo quedé con un chico negro que estaba casado y era el dueño de una pastelería de un pueblo de la ciudad donde vivo. Me subí en el tren, me puse la música y pensé que aquel vagón iba a ser, más o menos, del tamaño de su polla. Pasados cuarenta minutos llegué a mi destino. Tuve que esperar diez minutos más a que apareciera montado en una furgoneta blanca que olía a harina y a sudor. Nos saludamos y le pregunté que a dónde íbamos; me dijo que a su pastelería, que tenía que trabajar. No era la idea que tenía, pero nunca había visto una pastelería por dentro, así que no me pareció mala idea.

La pastelería era bastante amplia y luminosa. El mostrador, de una especie de color marrón oscuro, tenía forma de L. En la parte de abajo, decenas de bandejas atestadas de dulces detrás del cristal gritaban que me los comiera de un bocado, sin embargo, mi idea de comer era otra...

Aquel chico (del que no recuerdo el nombre, para qué mentir) me llevó a la parte de detrás de la pastelería. Yo, rodeado de enormes máquinas de amasar, me senté mientras me decía que tenía que seguir trabajando, pero que podíamos charlar. Ni corto ni perezoso, cogió un rodillo y empezó a extender pegotes de masa y a echarles bloques pequeños de mantequilla. Lo hacía con destreza y dedicación, mientras yo hablaba de chorradas y miraba la tele sin saber muy bien qué hacer o decir. Empezaron a llegar clientes (se encendía una luz cada vez que alguien se acercaba al mostrador), y aquel chico salía a atenderles amablemente. ¿Qué coño hacía yo allí?, me preguntaba mientras observaba la mesa llena de moldes, harina y azúcar desperdigada. Después de varias horas de charla interrumpida por gente que iba a comprar pan o empanadillas, llegó la hora de irme. A esas alturas, mis deseos estaban en el cámara frigorífica o, directamente, en la ralladora industrial de pan, pero, echándole un poco de morro, le pregunté si llevaba ropa interior. No, me contestó mientras seguía trabajando de espaldas hacia a mí. ¿No?, le volví a preguntar a la vez que deslicé mi mano por la parte delantera de su pantalón, topándome con un enorme bulto que se escurrió hacia abajo y que casi hizo que me cayera al suelo de la impresión. La luz se encendió de nuevo y el chico se fue a atender.
Miré el reloj y decidí darle una última oportunidad. Si seguía haciendo dulces como un loco, le pediría que me llevara a la estación de tren, si no, le pediría que despejara la mesa y que se sentara encima hasta que su culo quedara manchado de azúcar y harina para ofrecerme a amasárselo de buen gusto.

Cuando volvió se puso de nuevo a echar harina a la masa con sus dedos finos y delgados. ¿Me puedes llevar a la estación?, le pregunté decepcionado. ¿Ya?, me preguntó. Sí, me tengo que ir, le dije. Vale, pero tienes que llevarte unos cuantos dulces. Al minuto estaba de vuelta con dos bolsas repletas de dulces y pasteles. De camino a la estación me dijo que no solía hacer nada con nadie en la primera cita, y me sentí estafado; sentí como si hubiera cogido aquel contrato verbal que habíamos hecho días atrás y lo hubiera metido en la ralladora de pan, en vez de haber metido su enorme rabo negro en mi polla hasta que hubiese hecho natillas.

De vuelta a mi casa, me comí con avidez una napolitana rellena mientras iba en el tren, como para aplacar las ansias de habérmelo comido entero a él. Aquellos dulces estaban el doble de dulces que de normal..., quizá fuera por la mantequilla o, quizá, por el regusto amargo de la decepción que, envolviendo mi lengua, se iba insertando cada vez más y más dentro.

10 de mayo de 2018

Gatillazo feliz

Fotografía: Carlos Darcer.


Esta mañana antes de ir a trabajar, y contradiciéndome por enésima vez, he quedado con un chico para que viniera a casa y me hiciera una mamada. No han habido besos, ni preliminares, ni charla, ni se ha quitado la ropa y, lo más importante, ni siquiera he tenido una erección... Por primera vez en mi vida no se me ha levantado. ¿Y creéis que me averguenzo en decirlo? ¡Todo lo contrario! Creo que mi polla y corazón se han conectado por primera vez en mucho tiempo. Imaginaos: yo con los pantalones bajados y ese pequeño bastardo rojo que bombea sangre susurrando a mi polla que se estuviera quieta, y ella, haciendo caso, como si estuvieran jugando a "Un, dos, tres, palito inglés" y le tocara estar totalmente estática antes de que el corazón se diera dar la vuelta.

"¿Qué te pasa a ti?", ha preguntado el chico con mi polla flácida en su mano, a lo que le he contestado: Pues que sin besos, ni preliminares todo me parece demasiado frío. Lo dejamos, ¿vale?." Él, por supuesto, ha estado de acuerdo. "No te preocupes", me ha dicho antes de salir por la puerta. "Tranquilo, que no me preocupo", le he dicho de la manera más sincera del mundo.

Aquello ha sido mejor que un orgasmo... Quizá mi corazón le ha arrebatado el mando a mi pene, quizá ahora cante más fuerte que esas notas guturales que salen por mi uretra gritando hasta quedarse afónico. Quizá mi corazón haya despertado, dándose cuenta de que hay que cambiar y no hacerle tanto caso a la cabeza que, a veces, vuela tan alto como para dejarme ver ese monte de culos nevados por el que tanto ansío esquiar. 

Todo esto lo digo, pero sigo estando cachondo.

27 de abril de 2018

Sabor a plástico.



Creo que quiero volver a ser ese chico que no follaba de primeras, que se tomaba su tiempo y respetaba los pasos de conocer a una persona, primero por dentro y luego por fuera. Aquel chaval que, agazapado detrás de una mirada escrutadora, vivía en un mundo menos carnal, donde la piel estaba debajo de la ropa y había que quitarla con la punta de los dedos para descubrirla; pieza a pieza, poro a poro. Ese chico que, antes de rodar por la espinal dorsal y terminar donde hay que terminar, analizaba primero los recovecos mentales para ver si el camino era el correcto. El mismo chico del año 2009 que escribía esto y que ahora releo y me pregunto: ¿qué fue de él?

"Momentos con sabor a plástico, ¿quién los quiere?", escribí en enero de aquel año. ¿Quién me iba a decir a mí que mi dieta actual sería plástico del bueno; de ese que te deja el paladar partido y los labios ensangrentados. Plástico del tóxico. Plástico del que se enrosca en tus intestinos como si fueras un pez que se ha tragado una bolsa de un supermercado y apenas puede respirar.

23 de marzo de 2018

Cirujano sentimental.



No sé por qué, pero hoy me ha dado por buscarle en las redes sociales. Afortunadamente, no tiene ninguna. 

No he escrito nada sobre él desde 2008, pero hoy casi le mando un email, igual que el que me mandó una tarde de 2010 donde me contaba cómo le iba la vida, incluyendo detalles tan superfluos como que le operaron de un cosa en el culo y que tenía nuevo novio. Yo ya lo sabía (lo de que estaba con otro chico, claro), él nunca había sido bueno a la hora de lidiar con la soledad. Demasiados fantasmas por dentro luchando a rasgarse las sábanas con las uñas. Demasiados monstruos que juegan a maquillarse las cicatrices pero que, en el fondo, no siguen siendo otra cosa más que eso: monstruos.

Él fue la persona más importante. Él fue la persona y hoy casi le escribo para reconciliarme con él y con mi pasado. Porque él quiso reconciliarse conmigo con ese email, pero yo decliné su oferta. Educadamente, pero la rechacé. ¿Hice bien? Aún no lo sé, pero es algo que me persigue y que está agazapado entre los recuerdos, resoplando guturalmente en alguna parte de mí; escondido. 

Y en vez de eso me muerdo los dedos y escribo aquí con el fin de calmar las ansias de cometer un error, ¿o quizá sería un acierto? No sé qué dirían los psicoanalistas al respecto. Solo sé que debería extirparme esa necesidad como si fuera un tumor. Cirujano sentimental. Especialista en anestesiar aquellas partes que duelen más, para poder seguir caminando.